top of page
Foto del escritorLautaro Peñaflor

Algoritmia y música como actividad social

Actualizado: 14 may



Por Lucero Otero


Hace unos días me reencontré con The Smiths, en específico con la canción Panic, en la que en el estribillo Morrissey canta a modo de protesta y confesión: “Burn down the disco, hang the blessed DJ, because the music that they constantly play, it says nothing to me about my life”. En español, “prendan fuego los boliches y cuelguen al bendito DJ porque la música que pone no dice nada sobre mi vida”. Un poco me recuerda a mi yo de 16 años yendo al boliche porque sí y volviendo con el aturdimiento de haber perdido tiempo y energía en algo que claramente no disfrutaba. Pero la rebeldía de la secundaria ya quedó atrás hace bastante y no me voy a poner en ese lugar. Aun así, esa frase me revisitó y fue disparador para pensar un poco y juntar algunas ideas que vienen rondando sobre la forma de consumir música que tenemos hoy en día.

 

¿Escuchamos música que tenga que ver con nuestras vidas? ¿Música que nos dé respuestas o genere preguntas sobre algún aspecto de nuestras vidas o el mundo? Y no digo que toda música debe tener una función profunda y que tenemos que defenestrar lo que muchas veces se califica de “música superficial”, me refiero a dedicarle tiempo y tener una escucha activa, que las canciones nos representen de algún modo.

 

En estos tiempos en los que predomina lo inmediato y lo efímero, el exceso de información de las plataformas muchas veces nos abruma y nos marea. Ese acceso rápido a todo, que intenta venderse como la gran genialidad de esta era del streaming, a veces es contraproducente. No sabemos qué escuchar con tanta información que tenemos a disposición. No prestamos atención a lo que escuchamos. No sabemos qué es lo que escuchamos. No podemos siquiera escuchar discos completos (ni canciones). Escuché los primeros 10 segundos de la canción, no me gustó al toque, la saco. Así, las canciones parecieran ser no más que productos de consumo, que al agotarse y tras la repetición, se descartan y pasamos a otra cosa.

 

No quiere decir que todos consumamos música de esta manera, pero lo que sí es un hecho es que los formatos actuales promueven activamente ese tipo de práctica. El usuario se vuelve un consumidor “vago” y pasivo al que las plataformas le ofrecen una especie de atajo productivo que limita que explore por sí mismo y en profundidad, dejándolo en la parte más superficial, directa y rápida sin tener una inmersión en algo en particular.

 

En una entrevista bastante vieja, Juana Molina dice: “Los discos que más me gustan son los que al principio me cuestan, porque me proponen algo nuevo que no encaja en mis moldes”. Y qué desafío para la mente hoy: que gane la curiosidad y aceptar el extrañamiento y aburrimiento como parte del descubrir. Después, claro, podríamos pensar qué personas tienen tiempo para poner esa dedicación en sentarse en un lugar, ponerse a escuchar un disco y no distraerse con nada más. Aunque eso ya sería un poco utópico, puede ser un ideal a perseguir mientras a veces nos gana la costumbre al estímulo constante, pero sin la pretensión de que sea la forma única y correcta de escuchar música.

 

El algoritmo: la guía de las plataformas

 

Cada vez que Spotify da a conocer una nueva actualización de la plataforma, que siempre es a favor de esta forma acelerada de consumo, revive el mismo debate. Sí, Spotify democratizó el consumo de música, nos acerca millones de canciones en cuestión de segundos, pero no todo es ganancia. Ante tanta información, siempre nos quedamos escuchando lo mismo, no sabemos qué escuchar o no descubrimos música nueva por fuera de lo que escuchamos habitualmente. De todas formas, Spotify, ante esta catarata de canciones, te va a dar una mano, va a crear, basándose en el algoritmo, recomendaciones y playlists que parecen útiles para que ahorres ese tiempo de experimentación.

 

¿Y qué hace el algoritmo? Nos sugiere lo que cree que nos va a interesar basándose en nuestros gustos previos. Así, nos quedamos en nuestra burbujita, nos segmenta y nos aísla de otros mundos musicales posibles. Este fenómeno claro que ya tiene su nombre propio, es el de “filtro burbuja”, que sería, en otros términos, nuestra “zona de confort” sumamente reducida, que hace que cada vez nos parezcamos más a nosotros mismos en un loop infinito de canciones. No vamos a descubrir nada nuevo que nos rompa un poco los moldes de los que habla Juana.

 

La clave está en evitar caer en una burbuja de recomendaciones repetitivas y diversificar nuestras interacciones, ya sea dentro de las plataformas o en “el afuera”, sí, el afuera: desde hablar de música con alguien a ir a un festival del que conocés menos de la mitad de los artistas que van a tocar. La misma IA de Microsoft Edge te recomienda esto de “diversificar tus interacciones”, y dice que cuantas más reproducciones, más precisas serán las sugerencias (pero ahí, otra vez, te vuelve a encasillar). Lo que el algoritmo no entiende muchas veces es que, si hay algo que no somos, es una sola cosa.

 

Ahora vamos con unos datos. A Spotify se suben alrededor de 100 mil canciones por día, de las cuales solo el 15 % pasa las 1000 reproducciones. Es genial que cualquiera desde su casa pueda subir música y que ya un artista no dependa de una discográfica que lo avale para distribuir su material. Pero esas canciones son de bajo consumo, es decir, Spotify está lleno, en términos un poco crueles, de “música que no le interesa a nadie”. Y, justamente, a Spotify le interesa que la música mainstream sea la que tenga más y más reproducciones porque es la que apunta a más público, la que producen grandes discográficas que generan muchas canciones y por ende mucha plata. Acá es donde se refuerza la idea de los streams como valor calificativo de una canción. Spotify siempre va a tender a recomendarnos lo atrae más escuchas, porque entiende que, a más reproducciones, más le va a gustar a la gente esa música. De esta manera, difícilmente nos recomiende artistas que hagan música alternativa o experimental.



 

Hoy, ese es el gran valor: los números, las reproducciones, las visitas. Juana Molina lo decía también en el ciclo Caja Negra: “Vos estás en tu casa, escuchás una canción cinco veces y el otro tiene cinco escuchas. Pero si yo pongo el disco en mi casa 40 veces, ¿quién se enteró que lo puse 40 veces? […] Lo horrible de la medición por escuchas es que parece que fuera mejor lo que más escuchas tiene”. Y, claro, ahí vamos también, hoy no hace falta “gastar plata” en un disco, lo tenemos en internet “gratis”. Pero el formato de la música repercute en el consumo de ese material y, en este estado de cosas, el valor monetario de la música no es el mismo que el de antes. Si lo pensamos, lo intangible, la gratuidad y el acceso rápido es probable que colaboren a este consumo acelerado y efímero de hoy.

 

La música como actividad social

 

Todos estos factores de los que se viene hablando producen una descontextualización de la música y hasta se la deshumaniza un poco. Detrás de una canción hay un artista con una historia personal, con ideales, con obra, con influencias. Una canción es solo el resultado final de un proceso creativo que desarrolla un proyecto artístico, sea individual o colectivo. Julio Mendívil, etnomusicólogo peruano autor de En contra de la música, me reveló con su libro algo fundamental que yo obviaba hasta ese momento: “La música no es solo música, es sonido, comportamiento y conceptos”. El autor la refiere así como una actividad social y cultural, es decir, que su significado se construye más allá de la música en sí misma. No se trata solo de la canción de tres minutos, es con quién la escuchamos, dónde la escuchamos, qué nos genera, es ese recital que vas a recordar siempre, el CD viejo que era de alguien que querés mucho, esa noche que te emocionaste cuando sonó esa canción… En el mismo capítulo, el autor afirma: “Los consumidores constituyen biografías sociales y personalizadas de las canciones”.



 

Lucrecia Martel, en una entrevista que le hacen en la Bienal de Pensamiento 2022 en Barcelona, junto a la también cineasta Carla Simón, lo dice sobre su disciplina: “El cine es para conversar después. Uno hace una película para que la gente después hable de cosas que tienen que ver colateralmente con la película. Finalmente, la película es para generar un sonido a posteriori que no se registra, que es lo que se habla. Eso es la cultura, es las cosas que hacemos que generan conversaciones y nos vinculan y generan memoria”. Lo mismo se puede aplicar a la música.

 

No sé si la clave está en escuchar sin parar, sino en ser más selectivos y estar más atentos. No aturdirse. Ser más dueños de lo que escuchamos y recuperar un poco la curiosidad y autonomía en nuestras elecciones y que la música se viva, desde ir un recital a perrear en un boliche, desde tener una charla sobre música hasta ver un documental sobre tu artista favorito, como una acción y conversación social y colectiva en el tiempo.



 

Sobre la autora


Lucero Otero. Carhuense viviendo en La Plata. Traductora de inglés y estudiante de Crítica de Artes (UNA). Desde muy chica la música es uno de los lentes por los cuales me gusta observar el mundo. Me gusta escucharla, leer y escribir sobre ella.


 


¿Te gustó este artículo?

Podés aportar en estos links para que Distopía crezca:




137 visualizaciones2 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

2 Kommentare


maiafranceschelli
06. Mai

Muy interesante tu artículo Lucero! El tema me interpela muchísimo, gracias por compartir tu mirada sobre esto!

Gefällt mir
Lucero Otero
Lucero Otero
07. Mai
Antwort an

Graciasss por leer, Maia 😊

Gefällt mir
bottom of page