Por Maite Villegas
Vivimos en un mundo donde los coches reinan, tienen supremacía y se apoderan del espacio público. Ser peatones o pretender movernos en otros medios de transporte, puede convertirse en una odisea bastante tormentosa. No sólo las ciudades, sino todos nuestros entornos, se han transformado en función de aquella supremacía.
Ilustración: @guille.dibuja
La forma en que como sociedad y como individuos nos relacionamos con la movilidad es desastrosa por ineficiente, insostenible por contaminante, y asesina. Sí, ya lo sé, con esto no estoy aquí revelando ningún gran secreto. Todos y todas hemos vivido la eterna espera en un embotellamiento, cual personajes del cuento “La autopista del sur” de Cortázar (en el mejor de los casos); todos y todas, en nuestro rol de peatones hemos sido víctimas o, con mejor precisión, súbditos de la omnipresencia y la omnipotencia del auto en el espacio público.
Mi sensación sobre este último punto, es que como sociedad no tenemos aún mucha conciencia al respecto. De lo que (quizás) sí somos más conscientes, es de los efectos nocivos del coche para con el medioambiente. De la emisión de gases de efecto invernadero, del colapso ambiental y del mundo distópico en el que vivimos. Todo ello, causado por la perversa idea de que es posible un sistema económico que crezca infinitamente, en un mundo con capacidades limitadas. Inevitablemente surge la inquietud: ¿Cómo llegamos hasta este punto?
Ciertamente, esta supremacía del coche no es algo de siempre en la historia de nuestra sociedad. Como ya contaba André Gorz, en los años 70, el auto aparece en el mundo como un bien de lujo. Esto quiere decir que, según su propia naturaleza y concepción, no puede ser pensado como un bien masivo al alcance del pueblo. “Si todo el mundo tiene acceso al lujo, nadie le saca provecho”, decía Gorz. Sólo los ricos podían viajar a la velocidad del coche, y sólo ellos podían ser beneficiarios de la supuesta autonomía que brindaba este nuevo bien privado.
Aunque detrás de esta increíble autonomía, se escondía una gran dependencia. Tanto para el mantenimiento, como para la alimentación del coche, se dependía totalmente (y se depende hoy en día) de servicios y productos que sólo terceros especialistas podían brindar. Es allí donde ocurre la magia de la “democratización” del coche. Cual programa de primer kirchnerismo nace “Un auto para todos”. Las grandes petroleras se dieron cuenta de que si difundían el acceso al coche y lo hacían más asequible para las masas, verían incrementar sus ganancias de manera exponencial.
Pero ¿qué ocurre cuando un bien de lujo se difunde al punto tal que cualquiera puede acceder a él? Pues bien, deja de ser de lujo y de significar un privilegio. Si ahora la gran masa puede moverse a la velocidad privilegiada de los ricos, entonces todo se detiene y la velocidad cae. El embotellamiento, el colapso de la ciudad, el malhumor de los conductores, la clásica y tremendamente irritante sinfonía de bocinazos, se transforman en nuestro pan de cada día.
Resulta muy clara al respecto, una publicidadde una marca de bicicletas holandesa, censurada en Francia por el comité que regula la publicidad en dicho país. El fundamento es que “crea un clima de ansiedad y desacredita al sector del automóvil”. Como si esta no fuera la realidad cotidiana de las grandes ciudades.
Lo cierto, es que el auto ha representado, durante el siglo XX, el progreso material de las personas y las sociedades. En nuestra sociedad, el tipo de coche muestra el estatus social y económico de su dueño.
¿Tener un auto nos trae tantos beneficios?
Tal vez ya estén imaginando la respuesta, que tiene varias aristas desde las que se puede abordar.
Desde el punto de vista de la urbanidad, la masificación del auto trae grandes consecuencias. Por una parte, exhibe al espacio público como un bien escaso. Esto es, priva a los demás (peatones, bicicletas u otros medios de transporte) de su derecho al uso de ese espacio público. Pero a su vez, provoca el crecimiento infinito de la ciudad, que se vuelve enorme, inabarcable, ruidosa, sofocante, inhabitable. El auto aleja todo cada vez más. Crea nuevas distancias, difíciles de abarcar, para el caminante o el que se mueve en otros medios de transporte. Y así también, crea su propia necesidad.
De repente, para ir al trabajo, a la escuela, al médico, a abastecerse de alimentos o a visitar a un familiar o amigo, necesitamos un auto. Ya decía Iván Illich, en su ensayo “Energía y equidad”, que es la industria del transporte la que dicta la configuración del espacio social. Son las autopistas, las que hacen retroceder al campo y lo ponen fuera del alcance del campesino que camina; es el coche, el que permite al médico vivir lejos del lugar donde ejerce su profesión; son los mercados locales, los primeros en desaparecer, cuando llegan los camiones a un pueblo.
Comentario aparte, merecen los índices de muertes prematuras por accidentes de tránsito. En Argentina, se encuentra dentro del top 5 de las principales causas de muerte, ocupando el puesto número 4. Además, es la principal causa de muertes violentas del país. A nivel mundial, por otro lado, según índices de la OMS de 2018, el promedio es de 1.35 millones de muertes al año. Ello, sin considerar las muertes provocadas por otras causas distintas a los accidentes de tránsito. Los coches expulsan contaminantes del aire, como monóxido de carbono y óxidos de nitrógeno, que perjudican su calidad y pueden tener efectos negativos para la salud humana, como enfermedades respiratorias y cardiovasculares.
¿Y la salud del planeta?
Respecto a los efectos que tienen los motores de combustión para la salud de nuestro planeta, es bien sabido que los vehículos que dependen de la quema de combustibles fósiles, son uno de los principales culpables de las emisiones de gases de efecto invernadero, principalmente CO2. Bien sabido es también, que dichas emisiones son las que han acelerado el cambio climático. Que sí, claro que es real y existe. Aunque a esta altura parece que atrasa tener que aclararlo, resulta aún necesario. Y esto es así, por algunos dichos de cierto candidato negacionista que, además de otros consensos, cuestiona también el de la crisis climática. Milei, pretende instalar la idea de que el cambio climático es de orden natural y que es parte de un ciclo planetario. Sostiene que ya han existido en la historia del mundo “otros cambios climáticos”.
Ya está ampliamente probado, que la influencia de la actividad antrópica, sobre todo durante los últimos 50 años aproximadamente, ha hecho acelerar los efectos del calentamiento global a escalas nunca antes vistas en el mundo. Si bien, esto comenzó con la Revolución Industrial, es desde que vivimos en este mundo de producción y consumo global, que se ha incrementado de manera excepcional y no ha parado de crecer.
No se nos debe olvidar sumar la crisis energética y de materias primas que venimos atravesando. La extracción y producción de petróleo, además de tener serios impactos ambientales ya conocidos (la degradación de los ecosistemas y la contaminación del suelo y el agua), se encuentra en plena crisis, porque como también ya sabemos de sobra, es un recurso no renovable y se está acabando. Al menos ya no es posible extraerlo y producirlo en las cantidades que necesitamos.
Aunque no podemos saberlo a ciencia cierta, ya que unos dicen una cosa y otros otra, pareciera que el desabastecimiento de combustibles que ha sufrido Argentina por estos días, no tiene que ver con una falta en la producción. Más bien, el problema estaría relacionado a cuestiones de especulación financiera y de diferencias de precios entre el sector mayorista y minorista, así como para el mercado interno y la exportación. Lo cierto, es que este panorama nos muestra un recorte de lo que podríamos vivir, cuando la industria del petróleo no alcance a cubrir la demanda.
Queda claro entonces, que el auto nos trae muchísimas más desventajas que beneficios, tanto a nivel individual, como social. Frente a esto ¿cuál es la solución que como sociedad estamos pensando? ¿Es el auto eléctrico una solución?
Parece haber consenso al respecto. En respuesta a esta crisis de amplias aristas, tanto los gobiernos, los organismos internacionales, como las empresas, presentan al auto eléctrico como la real solución. Pero esto ¿es verdaderamente así?.
Surgen más preguntas: Reemplazar por completo la cantidad de autos que hay en el mundo actualmente por autos eléctricos, ¿disminuye los índices de muertes que hay por accidentes de tránsito?; ¿termina con el problema de la usurpación del espacio público en las ciudades?; ¿le devuelve a los ciudadanos y a otros medios de transporte su legítimo lugar en las calles?; ¿aporta a repensar la ciudad desde el punto de vista de la eficiencia y como un lugar más amable y apto para vivir?
Memes que hablan, palabras que sobran. Definitivamente, el auto eléctrico no resuelve ninguno de los grandes problemas que tenemos. En todo caso, los traslada a la producción de otro tipo de tecnología, como el litio, que tampoco es “limpia”. Se evitan las emisiones contaminantes al circular, pero se profundiza en prácticas extractivistas y tremendamente nocivas para el medioambiente.
Esto lo sabemos muy bien en Argentina, sobre todo en la región de la Puna, donde hay muchísimos proyectos de explotación del litio, y donde el pueblo ha manifestado fuertemente su descontento, en referencia a los desastrosos efectos que tiene dicha explotación para el agua y el suelo. Ya es conocida la respuesta que recibió el pueblo frente a sus protestas: represión, criminalización y exterminio de los pueblos originarios, que habitan y conviven en paz con esos territorios. Convivencia que data de mucho antes de que existiera un Estado argentino usurpador, con fines extractivistas.
Hay quienes presentan esta falsa solución, que ha sido llamada transición energética, como un “greenwashing” o lavado de cara. Ciertamente, en la medida en que no se cuestione el sistema económico actual, basado en la idea de crecimiento infinito y, de que es posible extraer “recursos” de la naturaleza para la satisfacción de nuestras necesidades, no hay solución real alguna. Es necesario un cambio de paradigma.
Resulta imperioso que dejemos de ver a la naturaleza como un “recurso”, que podemos extraer intensa e ilimitadamente, sin que ello repercuta en nuestra vida misma y en la de otros seres. Debemos empezar a actuar en consonancia con algo que sabemos desde los inicios de nuestra especie, pero que intencionalmente hemos ido olvidando: los seres humanos SOMOS naturaleza y, dependemos puramente de un ambiente sano para vivir. Si lo seguimos destruyendo, nos estamos llevando a nuestra propia extinción. Hay quienes ven una posible solución a esto en la Teoría del Decrecimiento.
El decrecimiento es una corriente de pensamiento económico, político y social que postula la necesaria disminución controlada y progresiva de la producción y del consumo. Esta teoría defiende que es imprescindible para la supervivencia del planeta, vivir con menos. Pero esto no significa vivir peor, de hecho se trata de “vivir mejor con menos”. Desde el decrecimiento, se critica al concepto de desarrollo sostenible, que pretende un equilibrio entre el crecimiento económico y el cuidado del medioambiente. Los decrecentistas ven esto como una contradicción en sí misma.
Explican también, que no se trata de un descenso constante o de volver a sociedades menos modernas, sino de una transición progresiva a otro paradigma en el que se priorice vivir con menos. Sostienen la innecesariedad de vincular crecimiento con bienestar social. Es posible vivir en una sociedad de bienestar con menos, siempre y cuando se reduzca la escala de producción y comercialización, se apueste por la relocalización, la cooperación, la eficiencia y la autoproducción.
Esta teoría asimismo, evidencia que son los países del norte global quienes concentran el mayor consumo per cápita de los recursos naturales del planeta, a expensas de los países del sur global. A su vez, critica el rol que se le ha asignado a los países del sur, como productores de materias primas (entiéndase: recursos naturales), para sostener los excesivos niveles de consumo del norte global. Esta idea nos remite nuevamente a la falsa solución de la transición energética. Suena a que, una vez más, aparecen los países del norte pretendiendo “salvarse” a costa de la destrucción de los ecosistemas del sur. La realidad es que la única salida a todo esto, es colectiva.
¿Cómo se aplica la teoría del decrecimiento a la cuestión de movilidad?
Ya vimos que el auto eléctrico no es la solución, ni es el símbolo del decrecimiento que necesitamos. Pero, hay un invento que no es para nada nuevo, ya que nos acompaña desde hace dos siglos. Es la anti-máquina que pone en disputa cada uno de los componentes del sistema económico actual. -Suenan redoblantes y platillos- señoras y señores, estamos hablando de ¡la bicicleta!
Si lográramos reemplazar por completo los autos que circulan en la ciudad, por bicis, veríamos una reducción radical en la contaminación atmosférica y acústica. Bajarían, obviamente, las emisiones de CO2. Pero también, se liberaría enormemente el espacio público robado. Las personas recuperarían su lugar en la ciudad, lo cual favorecería el encuentro con los otros. Así como también, el resurgimiento de la vida de barrio, de lo próximo.
Las distancias se volverían más cortas. Entonces, para satisfacer nuestras necesidades de alimentación, trabajo, educación, salud, recreación, etc., no tendríamos que hacer grandes recorridos. La naturaleza recobraría su lugar perdido por el avance de la urbanidad. Las bicis no precisan de las grandes infraestructuras que sí necesitan los coches. Por lo que, podríamos tener ciudades que se impregnen de naturaleza viva.
Por otra parte, a nivel individual, a diferencia del coche que nos hace seres dependientes, la bici nos hace más autónomos. Tiene una mecánica súper sencilla, que cualquier persona puede aprender a controlar en muy poco tiempo. Por lo que es posible reparar cualquier desperfecto, o incluso modificarla, según nuestros gustos y conveniencias.
Existen, actualmente, ciudades que vienen implementando políticas de movilidad, donde, al menos en las partes más concurridas de la ciudad, se prohíbe el tránsito vehicular y se abre paso a los peatones y las bicicletas. Pero, lamentablemente, esto es cosa de unos pocos países en el mundo, los ricos.
¿Por qué son los países ricos los que empiezan a valorar a la bicicleta como un bien económico satisfactor de necesidades? Para algunos se debe a que en esos países, se ha desarrollado una cultura donde bienestar y progreso, no tienen que ver con los bienes acumulados y el estatus social que determinan, sino con la posibilidad de acceso a los bienes públicos. Léase, en este caso, espacio público. Ello, como producto de políticas públicas, combinadas con una visión holística y de largo plazo.
Un elogio a la bicicleta
Marc Augé, en su libro “Elogio de la bicicleta” dijo: “nadie puede hacer un elogio a la bicicleta sin hablar de sí mismo.” Por lo que, tomando su axioma, voy a hablar un poquito sobre mí y mi experiencia utilizando la bici en la ciudad, pero sobre todo, viajando con ella por América Latina.
Es que mientras escribo esto, me encuentro a las afueras de Cuenca, ciudad del sur de Ecuador, transitando mi décimo mes pedaleando por ahí. O más bien, por acá, porque si hay algo que he experimentado viajando en bicicleta, es la proximidad con el entorno. A diferencia del auto, que te aísla del territorio, la bici te amarra a él y te hace reconocer los límites de tu propio cuerpo y del propio medio.
De repente, te encontrás que subiendo una cuesta infinita en el altiplano de Bolivia, las piernas no te dan más y no queda otra que bajarte y empujar la bici. Así se aprende también, que no pasa nada si tardamos más en llegar a nuestro destino, si acaso hay algo como tal. Quizás el viaje es justamente eso, disfrutar del camino.
También te das cuenta que en pleno febrero no es nada saludable pedalear a las dos de la tarde por el desierto sanjuanino. Con la bici no se puede hacer trampa como con el coche. Viajando en bicicleta se es completamente consciente del tiempo y la energía que lleva recorrer X cantidad de kilómetros.
Reinventando las formas de sobrevivir al calor
Pero, por sobre todas las cosas, viajar en bici te da la capacidad de la contemplación y el real conocimiento del entorno, atributos que en este mundo de lo inmediato y lo veloz, son cada vez más raros de experimentar. Prácticamente cada kilómetro avanzado queda impreso en la retina y en la memoria. Y en las piernas, por supuesto. Y esto, desde mi pequeña experiencia vital, es fundamental, entre otras cosas, para generar una conciencia medioambiental. Nadie protege (ni ama) lo que no conoce.
Viajar en bici, en un mundo pensado y planificado para los autos, donde quienes los conducen se sienten dueños y señores del camino, no es para nada fácil. Hay momentos en que se vive una tensión espantosa. Por ejemplo, cuando los coches van a velocidades asesinas sin respetar, además, la distancia para pasar a una persona en bicicleta.
En las ciudades, seguramente muchos lo sabrán, no es muy diferente el cantar. Aunque afortunadamente las velocidades son otras, el espacio para circular en bici, salvo contadísimas excepciones, es casi nulo.
La Paz, casi cualquier día a cualquier hora
En la gran mayoría de las ciudades las bicisendas son prácticamente inexistentes y cuando las hay, por lo general, no están bien conectadas. Pareciera que están pensadas para que la bici se use sólo los fines de semana, para hacer deporte o como esparcimiento. En otros casos, la bicisenda se comparte con el transporte público o el peatón. Nunca es tomada en cuenta como una forma de movilidad en serio.
Se presenta urgente, modificar la manera en que nos relacionamos con la movilidad. Nos permitiría transformar, para bien, la forma en la que vivimos. Parafraseando a Augé, la bicicleta tiene un papel protagonista en esta revolución. Su lugar es preponderante en el proceso de ayudar a los seres humanos a recobrar la conciencia de sí mismos y de los lugares que habitan.
Esta propuesta puede resultar utópica y abrumadora. Pero, creo que el presente puede cambiar, si de forma colectiva e individual, nos proponemos pequeños cambios que se vayan acercando a esa utopía y que la hagan más factible. El sistema actual de cosas, se encuentra en pleno proceso al colapso y el mundo que conocemos como tal ya está dejando de existir. Por lo que, cuanto antes comencemos a cambiar la forma en que nos relacionamos, en este caso, con la movilidad, más factible es que nos adaptemos al nuevo mundo, que ya está aquí.
Sobre la autora
Soy Mai Villegas. Nací en Bahía Blanca. Pero, por conocer nuevos mundos, vivir nuevas experiencias y estar cerca de la naturaleza, me fui a vivir al mar. Luego crucé el charco y hoy, me encuentro viajando en bici por Latinoamérica con el mejor compañero. Amo la espontaneidad de lxs niñxs. Sólo a veces logro imitarla. Me encanta escribir, sobre todo si se trata de temas urgentes que trascienden lo coyuntural.
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